viernes, 13 de abril de 2012

El vuelo de las sirenas

Pocas imágenes resultan tan atractivas y sugerentes como la de la sirena. Su cuerpo híbrido, con rostro y torso de mujer y forma de pez de cintura para abajo, ha inspirado a poetas y narradores, ha poblado los sueños de pintores y navegantes y ha embellecido con su imagen bestiarios, emblemas y grabados. Entre todas ellas, ninguna más bella ni más misteriosa que la sirena de doble cola. Los canteros medievales tallaron la piedra con su forma para decorar numerosos templos románicos desde cuyos capiteles todavía contemplan, enigmáticas, al piadoso feligrés del siglo XX.

Al canto de las sirenas se atribuía tan poderoso hechizo que nadie podía sustraerse a su atracción y era la perdición de los navegantes que destrozaban sus barcos contra las escolleras por seguir su voz. Su imagen vive hoy en cuentos infantiles, películas de la factoría Disney, lienzos de pintores y objetos decorativos que van desde un pisapapeles hasta un alfiler de corbata. Su nombre se ha insertado en el lenguaje corriente para acuñar frases de sentido hecho, como “cuerpo de sirena”, para referirse a la mujer de armoniosa figura, o “escuchar cantos de sirena” para aludir a quien oye algo bello aunque de tramposo fundamento.
Pero, ¿han existido realmente estos bellos seres acuáticos? Cristóbal Colón creyó ver alguno a lo largo de sus cuatro viajes transatlánticos. Crónicas más antiguas hablan de una sirena que recibió el bautismo y llegó a figurar como santa en algunos almanaques con el nombre de Murgen, capturada en el siglo VI al norte de Gales. Se cuenta de otra en 1403 que vivió en Harlem hasta su muerte y aprendió a hilar, aunque nadie logró entender su habla. Otros, por el contrario, niegan la existencia real de tales criaturas, como el renacentista Andrea Alciato, que habla de ellas en escéptico tono de burla: “Sin piernas, doncellas. Sin hocico, peces”.

La sirena pájaro

Haya existido o no este ser, por lo demás tan vivos en nuestra cultura, lo que ya casi nadie recuerda es que la sirena en su origen, nunca fue pez, sino ave. Así la describen Plinio, Ovidio y numerosos autores de la antigüedad. En esa condición de hembra volandera aparece igualmente representada en una antigua vasija griega, la llamada “vasija de Cere”, conservada en el parisino Museo del Louvre, que incorpora, además, la clarificadora inscripción “soy una sirena”. Incluso en la Biblia hay referencias a estos seres. También en la obra Pbysiologus, debida a un anónimo cristiano del siglo II que quiso hacer recuento morfológico de los animales bíblicos. En ambas se las tipifica como seres con forma humana de la cabeza al ombligo, y volátil de ahí en adelante. Y la misma fisonomía reconoce el Diccionario de la Real Academia Española, que explica así la voz “Sirena”: “Cualquiera de las ninfas marinas con busto de mujer y cuerpo de ave que extraviaban a los navegantes atrayéndoles con la dulzura de su canto”.
Según la mitología greco-latina, en cuyo ámbito cobran vida, las sirenas eran hijas del río Aquelo y la ninfa Calíope. Presuntamente eran tres, llamadas por lo general Parténope, Leucosia y Ligea, aunque el transcurrir de tiempos y leyendas les diera en ocasiones otros nombres. Su apacible vida a orillas de su padre se vio truncada cuando Plutón quedó cautivado por los encantos de Proserpina y optó por raptarla, transportándola a las lúgubres profundidades del averno en las que reinaba. Según cuenta Higinio, parece ser que las tres sirenas fueron impasibles testigos de tal rapto y Ceres, enfadada por su pasividad ante el gesto prepotente de Plutón, las castigó convirtiéndolas en aves de cintura para abajo. Mutadas así en mujeres-pájaro, se afincaron en los riscos entre la isla de Capri y la costa de Italia, en lo que hoy se conoce como golfo de Nápoles. Cuando algún barco cruzaba aquellas aguas, las sirenas liberaban su canto embriagador que atraía sin remedio a los navegantes, a los que despedazaban una vez en su poder. Según la tradición, el cuerpo sin vida de una de ellas, Parténope, apareció en la Campania dando nombre a la ciudad que hoy se llama Nápoles. El geógrafo Estrabón cuenta que vio su tumba y asistió a los juegos gimnásticos que periódicamente se celebraban en su memoria.
Es bien conocido el pasaje de La Odisea, poema del griego Homero allá por el siglo IX a. C., en el que Ulises tiene que enfrentarse a las temidas sirenas. Circe advierte al héroe del peligro que se cierne sobre su travesía: “Encontraréis primero a las sirenas, encantadoras pérfidas del hombre que se aproxima a ellas. Quien atiende imprudente su voz y se aproxima a ellas, nunca jamás su bella esposa verá. ( … ) Pues encantan con su voz deliciosa, en verde prado sentadas, rodeadas de osamentas humanas y de cueros que se pudren en horrible montón. Pasa de largo y cierra los oídos a tu gente (…)”.
Ulises, ya se sabe, siguió al pie de la letra los sabios consejos de Circe, y se amarró firme al mástil de su navío para poder escuchar sin riesgo el canto embelesador de las pérfidas mujeres-ave, que sembraban las verdes praderas de aquellas islas con los huesos y pellejos de cándidos navegantes. Así eran las sirenas a las que se enfrentó el héroe, y no como es ahora malentendido común, unos seres acuáticos cuyos sedosos y largos cabellos cubrían tentadores senos de mujer mientras bajo el agua aleteaba impaciente su cola de pescado. Y tampoco era simplemente la belleza inenarrable de melodía y voz lo que atraía sin remedio a quien escuchaba su canto, sino la promesa que ofrecían. Veamos, siguiendo de nuevo lo que narra Homero, cuál era la “letra” de la canción que dedicaron a Ulises: “¡Ven, acércate acá, famoso Ulises, gran gloria de los griegos! Tu galera detén para que escuches nuestras voces. Nadie ha pasado (…) delante de esta isla, sin que oyese nuestro canto melifluo volviéndose deleitado y sabio de mil cosas, porque sabemos todas las fatigas que griegos y troyanos resistieron en Troya por decreto de los dioses y cuanto ocurre en la espaciosa tierra”.
Como vemos, lo que hacía irresistible el canto no era tanto su calidad musical como la promesa de información y sabiduría que ofrecía. Hoy en día, en que la información privilegiada es un capital de enorme valor, el ofrecimiento de las sirenas resultaría difícil de rechazar. Es más, de vez en cuando los medios de comunicación se fijan en algún navegante contemporáneo que naufragó por culpa de esos cantos de sirena.
Así eran las sirenas en la antigüedad, mujeres-ave que sobrevolaban los riscos de la isla de Capri y sus aledaños buscando presas adecuadas para sus melodías. ¿Cómo, cuándo y por qué se convirtieron en esas hermosas mujeres-pez que se asocian hoy de forma generalizada con el nombre de “sirena”? Poca respuesta hay para tanta pregunta porque realmente, nada se sabe. En la antigüedad, sí había seres con esa embelesadora figura de hembra hasta la cintura y frustrante pescado de ahí en adelante, pero no eran sirenas. Así se representaba a veces a las Nereidas de la mitología clásica, hijas de Nereo y Dóridel de las que Hesíodo nombra hasta 50, todas ellas encantadoramente benéficas y sin ninguna de las malas artes propias de las sirenas. Su equivalente masculino, igualmente híbrido de humano y pez, son los Tritones, que toman su nombre de Tritón, hijo de Neptuno y Anfitrite.
También se representaba de igual forma a las Lamias, terribles monstruos femeninos de aviesas intenciones que toman su nombre de Lamia, hermosa doncella hija de Belo y Libia, a la que júpiter amaba. Cada vez que Lamia daba a luz un hijo, la celosa Juno lo hacía perecer. Lamia terminó por enloquecer y se refugió en una cueva, dedicándose a devorar a los niños aje- nos que caían en sus manos. En cualquier enciclopedia de uso hoy en día, la voz Lamia se explica como: “Monstruo fabuloso que decían tener rostro de mujer hermosa y cuerpo de dragón”. Y existen otros seres en antiguas leyendas africanas, también llamados Lamias, que son espectros con rostro y seno de mujer y cuerpo de serpiente. Estas Lamias compartían con las sirenas su mala fe y su capacidad de encanto pues, si bien no cantaban como las mujeres-ave, silbaban de tan atractiva formas ocultas al borde del camino que los viandantes resultaban irremisiblemente atraídos hasta ser devorados por ellas.
La primera referencia a la sirena-pez aparece en el Liber Monstromm, bestiario atribuido a un autor anglosajón llamado Audelinus y supuestamente escrito en alguna fecha entre los siglos VII y VIII. Puede que en los siglos anteriores se fueran superponiendo las leyendas, unas sobre otras, hasta crear en la imaginaría popular esta híbrida figura de mujer-pez con atributos tomados de aquí y de allá. 0 quizá, como algunos autores apuntan, se trató simplemente de un error cometido por el escritor anglosajón, que equivocó el nombre de alguna nereida. Sea como fuere, dado que su texto sirvió de inspiración a bestiarios posteriores y a prolíficas narraciones, la nueva figura de la sirena-pez, sin duda más agraciada, fue adquiriendo gran aceptación popular hasta desplazar a su antecesora gallinácea.

El bestiario cristiano

El proceso de cristianización que se produjo en la Edad Media tuvo mucho que ver con el éxito alcanzado por esta embrujadora y escamada sirena, y es donde su figura se carga con el sentido simbólico que arrastra hasta la actualidad. La expansión de la doctrina que divulgó Jesús de Nazaret competía con creencias anteriores en otros dioses y otras leyes que venían de una muy antigua sacralidad pagana. Dentro de esa tendencia al sincretismo que tiene la historia, las nuevas ideas se mezclaron con las antiguas en un proceso al que no era ajena la misma Iglesia recién creada, que procuraba adueñarse así de tradiciones ya arraigadas a las que hacía propias revistiéndolas de un nuevo significado cristiano

Sirenas de doble cola.

Si bien lo hasta aquí visto puede aclarar algo cómo apareció la sirena-pez, el origen de esa particular sirena de doble cola sigue igual de oscuro. La mitología clásica no habla de seres con tal figura. Los expertos que han estudiado la simbología de la sirena-pez no consideran que la de doble cola modifique su significado; quizá por contra lo magnifique, ya que la sirena es de por sí símbolo de dualidad. En realidad, no se sabe de donde procede esta misteriosa figura. Se le intuye un posible origen Oriental, puede que procedente de los sasánidas, dinastía fundada por Artajerjes en el año 224 y que perduró en Persia hasta el 642, dominando con Cosroes 11 territorios de Siria, Palestina, Egipto y Calcedonia. Puede que así sea. En aquellos mismos siglos iniciales de nuestra era y por aquellas mismas tierras, florecieron las escuelas gnósticas que conformaron un cuerpo de creencias amalgamando diversas corrientes de pensamiento, especialmente la judaica, la cristiana y la egipcia. Y dentro de las escuelas gnósticas existió una secta, la de los ofitas, que adoraba a la serpiente bíblica como símbolo del verdadero conocimiento del bien y del mal. Casi nada se sabe de esta secta, salvo que sus integrantes fueron grandes productores de amuletos con los símbolos de sus deidades, acompañados de las palabras “ABRAXAS y YAO”, y con la imagen de esa adorada sierpe bíblica representada por una figura que tenía cabeza de asno, torso humano y piernas convertidas en dos serpientes curvadas hacia los lados y hacia arriba, exactamente como ocurre con la doble cola de pez de la sirena.
Es posible que este antiguo símbolo de los gnósticos ofitas se convirtiera, con el paso del tiempo y la elaboración paulatina de la iconografía cristiana a lo largo de la Edad Media, en una sirena de doble cola, remedo de la serpiente que tentó a Adán en el Paraíso a través de la femenina figura de Eva. De hecho, es la imagen anatómicamente más próxima a la de la emblemática sirena, y se sabe que los gnósticos tuvieron una gran influencia en la configuración del cristianismo primitivo, así como se sabe que el pensamiento de las sectas ofitas resurgió con nueva fuerza en el siglo IV.
Quizá sea así y su figura provenga de una contaminación de estas tradiciones orientales. 0 quizá no, y la sirena de doble cola nos siga intrigando con su enigma desde los capiteles románicos, repitiendo la pregunta de su origen. Porque en realidad, las únicas preguntas verdaderas son las que no tienen respuesta.

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