viernes, 15 de junio de 2012

Tan cerca del cielo y del infierno, tocando el tiempo

En los laberintos de la literatura existen algunos Cielos que son, en rigor, más perturbadores que el infierno.

En general, las religiones occidentales tienden a explicar el Cielo como un lugar en donde el hombre justo encuentra la completa satisfacción de sus deseos. Ahora bien, son muchos los autores que nos describen la vida de ultratumba, pero ninguno de manera tan cruda como Emanuel Swedenborg.

Sobre su vida hablare en otra oportunidad, ya que este visionario es una verdadera fuente de placeres para quien disfruta de las curiosidades literarias. Hoy sólo nos dedicaremos a narrar su tétrica visión del Cielo.

El poeta Eilliam Blake sostenía que de existir un cielo, es decir, un lugar de felicidad perfecta, sólo una cosa debía estar prohibida allí: la estupidez. Blake, que era todo menos estúpido, consideró que incluso los malvados podían tener acceso al goce que supone la contemplación de Dios, pero que este placer estaba vedado a la estulticia. Según el poeta, al igual que Swedenborg, un hombre inteligente nunca podría encontrar la felicidad completa en compañía de imbéciles, por lo tanto, estos debían encontrar la vida de ultratumba en otro sitio, acaso más discreto.

Swedenborg nos relata la historia de un hombre, que si bien no es un imbécil, no puede acceder a los placeres del Más Allá, aún cuando es un justo merecedor de ellos.

El Asceta

En años olvidados, un hombre, hastiado de la vida mundana, se retira a una eremita, dispuesto a pasar el resto de su vida en una sublime contemplación de la Nada. Sólo lo acompañan los vientos y la arena del desierto.

Los años pasan, el visionario no nos dice cuántos, y el hombre va perdiendo todo rasgo amor propio; lo único que alberga en su corazón es la visión anticipada del Paraíso.

La muerte lo encuentra arrodillado en la eremita, solo, agradeciendo a Dios por su bondad sin límites, por su amor que todo lo penetra.

Naturalmente, este hombre, amable y resignado, es recibido en el cielo inmediatamente.

Pero pronto nuestro amigo nota algo singular, mejor dicho una serie interminable de singularidades: los hombres se comunican allí de una manera plena, absoluta. No existen diálogos con palabras, sino un intercambio de pensamientos enormemente elaborados, hasta se podría decir que las agudezas de Voltaire son los balbuceos de un infante al lado de aquellos intrincados tratados filosóficos que, repito, sólo eran comunicados mediante el pensamiento. ¡Qué distinto era aquello de la soledad del desierto! En el cielo no había inmovilidad, bastaba con desear estar en un lugar para aparecer allí en el instante. Los hombres y los ángeles brillaban con una luz intensa, que era proporcional a la penetración su inteligencia. Todo era una perpetua metamorfosis, los hombres creaban aquello que en la tierra les estaba vedado: los amantes de la pintura encontraban el pleno desarrollo de sus virtudes de una manera magistral, los colores, cuyas tonalidades son inconcebibles para los mortales, danzaban ante la vista de los curiosos, creando formas y paisajes más reales que la realidad misma, ya que no había un lienzo que limitase la imaginación del artista.

Pero claro, esta virtud divina no se limitaba sólo a las artes pictóricas, sino también a la literatura, la música, y a todas las pálidas expresiones que los mortales llaman arte. Allí todo encontraba su cause natural, las melodías eran absolutas, encantaban a los oyentes, pero no sólo por los acordes virtuosos, sino porque los oyentes también eran capaces de modificar la música a medida que la percibían. Los poetas encontraban aquello que todo escritor anhela, la eficacia y la Belleza.

En este cielo abrumador se paseaba absorto nuestro Asceta, aturdido por todas las cosas que no podía percibir. Se acercó a los ángeles, pero estos no comprendían la lengua de los mortales; entonces el Asceta intentó comunicarles su pensamiento, pero también fracasó: el sabía que Dios se agitaba tanto en la arena del desierto como en la flor que resplandece bajo el rocío, lo sabía, lo sentía, pero no podía expresarlo, por lo tanto, incluso en el Cielo, estaba solo.

Dios observó el dolor de su hijo, supo que el asceta, resignado y piadoso, no era ni sería nunca feliz en el Cielo. Enviarlo al infierno no era justo, ya que el hombre había vivido en la más incorruptible virtud. Por lo tanto, Dios le otorgó un don, acaso el más terrible que pueda imaginarse.

El Altísimo se acercó al Asceta, tomando la precaución de adoptar una forma que no abrumase a nuestro ya apesadumbrado amigo, y le dijo:

Las formas del Cielo son horribles para quien no las comprende. Tu vida en la tierra ha sido recta, por lo que puedes elegir ahora tu morada eterna.

Entonces, todo (la música, las risas, los besos, el Cielo mismo) desapareció. Un vacío infinito se cerró en torno suyo. No había oscuridad, ni sombras, sino una estancia inabarcable por la vista, blanca como la nieve más pura de nuestros polos.

El Asceta cruzó sus piernas, adoptando aquella posición que tanto conocía, la misma que adoptaba en el desierto, cuando la aurora era sólo una promesa. Cerró los ojos, y pensó.

Dios le había otorgado el don invaluable de crear su propia morada eterna. Se concentró con todo el fervor del que era capaz. Entonces abrió los ojos.

Ante su vista se asomó un desierto, una eremita, y nada más.

Algunas Tristes Reflexiones
T
Swedenborg detestaba la resignación que las religiones imponen al hombre. Él nos propone un cielo vedado a quienes carecen de imaginación, cerrado para tanto para los materialistas como para los excesivamente celosos de la espiritualidad.

A mí siempre me gustó esta idea, cuyo mecanismo simple suele pasar desapercibido para las religiones modernas. El asceta no pudo disfrutar del Cielo porque su vida en la tierra fue intelectualmente pobre; su contemplación de lo divino se hizo cada vez más abstracta, más lejana. Él percibía a Dios más allá del mundo, pero no a través el mundo. La naturaleza era para él algo que le impedía ver la majestad divina, una molesta carga que los hombres deben evitar.

Emanuel Swedenborg hace una ecuación sencilla: Dios, eterno e inabarcable, no puede ser percibido mediante los sentidos; no podemos verlo ni en las estrellas ni en las flores; pero tanto las estrellas como las flores son Espejos de Dios, sombras que nos hablan de la majestad de quien las creó. Lo mismo funciona con el arte, que es a la vez fin y espejo del hombre.

Sólo nos queda desarrollar nuestra imaginación para disfrutar del Cielo soñado por Swedenborg; allí las grandes historias, los sueños más esquivos de los poetas, encuentran una satisfacción completa: podremos conversar con hidalgos deliciosamente delirantes, con anillos que corrompen los corazones más nobles, con príncipes que caen bajo el veneno del dragón, podremos contemplar a Helena en su justa medida, a Eneas en su exacta dimensión; finalmente sabremos como era la cruel soledad de Hawthorne, qué formas tenían los castillos soñados por Blake, las imposibles formas de los demonios de Lovecraft, y las cartas de Poe; nos reiremos de la cordura de Orlando perdida en la luna, de los espejos y laberintos de Borges; temblaremos ante la ira de Aquiles, ante la pérdida de Julieta. Todo esto haremos en plenitud, pero claro, siempre y cuando aprendamos a amar los espejos que tenemos aquí. Recuerden que en nuestras bibliotecas, no importa cuan humildes sean, se agitan fantasmas que algún día conoceremos. 


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